No nos interesa hablar de Frankenstein de Guillermo del Toro como “críticos de cine”. No nos toca. Pero sí nos interesa mirarla desde donde habitamos: la semiótica, el diseño, la narrativa y ese gusto casi obsesivo por ver cómo un texto está hecho de otros textos.
En Frankenstein y el cirujano plástico. Una guía multimedia de semiótica de la publicidad (Rodríguez & Mora, 2002), se dice que Frankenstein es una de las metáforas más potentes del arte del bricolaje: un cuerpo armado con pedazos ajenos, cosido con restos de otros cuerpos, animado por una chispa nueva. Así funciona también la publicidad —y, en realidad, casi todo el audiovisual contemporáneo—: mezcla códigos, géneros, estilos y referencias de la cultura hasta formar algo que, si bien está hecho de citas, respira con vida propia.
Guillermo del Toro hace exactamente eso con su Frankenstein: levanta, una vez más, al monstruo del laboratorio, pero esta vez lo arma no solo con órganos y tornillos, sino con capas de cine, literatura, pintura, teología, ciencia y memoria cinéfila. Es un Frankenstein hecho de otros Frankensteins.
Roland Barthes decía que todo texto es un intertexto, “un tejido nuevo de citas anteriores”. Del Toro parece partir justamente de ahí: su criatura no está hecha solo de Mary Shelley, sino también de la tradición gótica, del cine clásico de monstruos, de la Serie B, del cómic, de la cultura pop e incluso de nuestra sensibilidad contemporánea ante la ciencia y la ética. Vemos al monstruo, pero también vemos a todos los monstruos que lo preceden.
Eco, Barthes, Kristeva, Bajtín… todos coinciden en algo: ningún texto nace solo. Y Del Toro lo sabe. Por eso su Frankenstein no pretende ser “definitivo”, sino dialógico: conversa con versiones anteriores, las honra, las desmonta, las cita, las contradice. Es bricolaje en el sentido más puro: recolección, montaje y re-significación.
Desde el diseño y la narrativa visual, esto se nota en decisiones muy concretas:
- El tratamiento de la luz y el color, que evoca el cine clásico pero con una sensibilidad contemporánea.
- La dirección de arte, que parece un archivo vivo de referencias góticas, médicas, religiosas y científicas.
- La forma en que la cámara acompaña al monstruo no como “otro absoluto”, sino como un sujeto que mira y es mirado, casi como si el espectador fuera también parte del experimento.
Y mientras todo esto sucede en el plano estético, hay una discusión de fondo que Del Toro no suelta: ¿qué nos hace humanos? ¿Qué hace humano a un cuerpo hecho de retazos? Esa pregunta, que ya estaba en Shelley, se reactiva hoy en un contexto donde hablamos de algoritmos, modelos generativos y “creatividad” artificial.
Ahí entra otra capa de este texto: la postura de Del Toro frente a la inteligencia artificial. Él lo ha dicho con una claridad brutal:
“Mi preocupación no es la inteligencia artificial, sino la estupidez natural.”
y también:
“El arte no sólo es necesario, es urgente. Y que se vaya a la mierda la IA.”
Lo que está defendiendo no es un romanticismo ingenuo del “artista genio”, sino algo mucho más concreto: el arte como espacio de experiencia humana irreductible, donde el error, la emoción, el tiempo, el gesto y el cuerpo importan. Para Del Toro, la IA puede ser herramienta, sí, pero no puede reemplazar la ética, la mirada ni la sensibilidad que implica crear algo que hable de lo monstruoso y lo frágil en nosotros.
En sus películas, los efectos digitales aparecen cuando no hay otra opción física, no como atajo creativo. Y eso dialoga perfecto con la metáfora de Frankenstein: no se trata de generar un cuerpo “perfecto”, sino de asumir la monstruosidad como espejo de lo humano. La IA, en cambio, tiende a pulir, a promediar, a homogeneizar; Del Toro insiste en lo contrario: en la cicatriz, en la costura visible, en el parche que revela que ahí hubo un corte.
No somos expertos en cine —y no tenemos por qué serlo—, pero sí tenemos una sensibilidad entrenada en la semiótica, el diseño y las narrativas multimedia. Y desde ahí, es imposible no admirar una obra que, como ésta, se comporta como intertexto vivo: cita, mezcla, digiere y devuelve un monstruo nuevo, hecho de todos los monstruos anteriores… y también de nosotros.
Tal vez por eso Frankenstein sigue siendo una figura tan poderosa: porque nos recuerda que toda obra es, en el fondo, un cuerpo armado de retazos ajenos. Y que lo verdaderamente humano no está en la pureza del origen, sino en la forma en que damos vida a lo que recombinamos: con criterio, con responsabilidad, con amor y, sí, con la conciencia de que el arte sigue siendo urgente, incluso —o sobre todo— en tiempos de apps que prometen “crear” por nosotros.



